Si bien no se sabe a ciencia cierta la razón por la cual se decidió instaurar esta fecha, cabe destacar que antiguamente se celebraba el tercer jueves de septiembre, pero desde hace unos años se estableció a nivel nacional el Día del Almacenero el 16 de dicho mes.
En estos tiempos que corren, donde muchos almacenes fueron devorados por los supermercados y otros se reciclaron en autoservicios perdiendo su espíritu de almacén, es bueno reflexionar sobre este noble comercio que acompañó, y en cierta medida aún sigue acompañando a la familia argentina.
Algunos afirman que el almacén es algo más que un comercio donde comprar los comestibles y demás enseres necesarios para la vida doméstica; sino que también se trata de un lugar de encuentro dentro del barrio, un sitio donde ir a intercambiar ideas, afectos, problemas y soluciones a la vida diaria. Los almaceneros marcaron la identidad de los barrios con sus pequeños negocios.
Los almacenes están ligados de manera directa a la inmigración, sobre todo a los millones de españoles e italianos que escaparon de la guerra y la miseria de Europa para refugiarse en la Argentina. Fue durante la primera mitad del siglo XX cuando la gran mayoría desembarcó en estas tierras para empezar una nueva vida. El convertirse en almaceneros los ayudó a la integración barrial y ciudadana de forma casi automática.
A pesar de los cambios ocurridos en el rubro de la venta de alimentos y a la proliferación de los grandes comercios, todavía quedan almacenes con largas mesadas y antiguas balanzas donde se respira la historia de estos establecimientos que eran –y en muchos casos, siguen siendo– el centro del barrio, y un trabajo a tiempo completo: de lunes a domingo para sus propietarios.
Precisamente, una de las características de este negocio en la actualidad (ya sea almacén, supermercado de barrio, autoservicio o polirrubro) es que casi siempre son sus dueños los que están al frente del mostrador.